Llevaba un tiempo sin regalaros alguna foto vintage un tanto ridícula pero sobre todo graciosa, ¿verdad? Me reencuentro con esta que me hace sonreír tanto. Era mi primer partido de baloncesto. Era el patio del instituto.
Llevo las camisetas por dentro: una pintada a mano con mi hermana y, sobre ella, la equipación municipal. Mis brazos adolescentes, de kilométricos, parece que van a rozar el suelo. Sonrío mirando hacia un lado, quizá queriendo evitar la vergüenza.
(Por cierto, nadie me había explicado las normas básicas. Al lanzar tiros libres, por ejemplo, saltaba y pasaba la línea. El árbitro no me dejaba de pitar, sin que yo entendiera qué estaba haciendo mal. No comprender las cosas y toparse continuamente con ciertos obstáculos, qué piedra esa que se repite en el camino, ¿no?)
Pero, en la foto, la que destaca es la señora sonriente. Se jacta de su divertida idea de imprimir y sostener un cartel con mi nombre en mayúscula. Lleva ese jersey que heredé o que, posiblemente, compartíamos.
Me mira muy divertida. Seguramente con orgullo de madre.
Mi recuerdo es de cierto rubor, pero también de compartir la broma, de reírme.
Hoy pienso en cómo el básquet me cambió la vida, no tanto por el lado deportivo, sino en lo social: la mayoría de mis primeras amigas de Madrid, y varias con las que sigo en contacto, las hice botando una pelota.
Pero hoy sobre todo pienso no solo en eso de animarme, sino de celebrar el lograr algo, algos que no son competitivos, pero algos que necesitas más que una canasta. De reconocer haber logrado ese pequeño algo, el otro algo más, y que juntos te dan esperanza, te hacen sonreír, te divierten casi-casi tanto como esta foto.

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