Sería un médico el que le recomendó a mi madre que buscara una excusa para levantarse cada día. Para combatir la depresión. Y mi madre obedeció de la manera más tierna, de esa manera que le define. Hacía un tiempo que, de forma puntual, habíamos quedado en familia para desayunar churros. Primero, donde la Antoñita. Luego nos habíamos cambiado a El Bullicio.
Así que la excusa que se propuso fue desayunar cada día churros. El Bullicio tenía la ventaja de que estaba suficientemente lejos de casa, eso le permitía un paseo de algo menos de media hora de ida y otro más de vuelta. Con el tiempo, descubriría otra ventaja más: de vez en cuando saludar y charlar con las y los habituales de allí.
Cuando yo bajaba a Jaén, le acompañaba siempre a la churrería. Para mí, lo principal era compartir tiempo con ella, pero también ahora pienso que fue una manera de apoyar esa gran causa con una solución que, mirado de una manera, es hasta una idea divertida.
Los jefes también suelen desayunar aquí, me susurró algún que otro día. El momento en que por fin coincidimos y me señaló a “los jefes”, ella fue la sorprendida. Yo me acerqué a la mesa y les saludé. Les conocía. Yo les había dado un taller tiempo atrás, ya que son de una asociación de personas con discapacidad.
Cuando tiempo después mi madre murió, yo seguí con la costumbre de desayunar churros en Madrid. Aunque aquí en Madrid les llaman porras. Es una especie de homenaje amable. A veces la gente me pregunta por qué me gustan tanto los churros. Yo suelo sonreírme. Si insisten, respondo que me recuerdan a mi madre. Pero, la respuesta larga es que, posiblemente, durante un buen tiempo, los churros le salvaron la vida a mi madre.
Este jueves 26 de octubre hace ya 4 años que mi madre no está, pero ayer volví a desayunar e invitar a churros a mis amistades… y me apetecía compartir este recuerdo.
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