No sabía muy bien por qué, durante la formación, puso el ejemplo de la reciente recuperación del derecho al voto de personas con discapacidad intelectual que estaban incapacitadas. Cosa de la que más tarde se arrepentiría. Porque, de nuevo, murmullo. Pero no murmullo de conversación tranquila, consultando algo, contrastando algún pensamiento. Murmullo de protesta, de revolverse ante el propio miedo y lanzarlo lejos para no volver a verlo.
Se trataba de una formación a profesionales que trabajan con personas con discapacidad intelectual y grandes necesidades de apoyo. Personas que quizá no tienen lenguaje verbal, que necesitan una sonda para comer o que tienen muchas dificultades para moverse. O todo a la vez.
Hubo varios comentarios para enmarcar. El que nos interesa para esta historia fue más o menos así:
– ¿Como puedo coger la papeleta de alguien si no sé al 100% lo que elegiría? No es ético escoger algo por la persona sin saber qué es lo que diría …
Pero el que le dolió más fue:
– Con tal de que nos me toque acompañarles a votar…
Para ella, acompañar a votar a una persona significaba un honor, pues se trataba de celebrar un hito histórico.
Volviendo al primer comentario, lo que de verdad no entendía es por qué surgían tales dilemas filosóficos ante una noticia tan positiva.
Así que, cual partido de tenis, asió la raqueta y les devolvió la pelota de miedo:
– ¿Y es ético llevar 20 años apoyando a esa personas sin ni siquiera preguntarle qué ropa te quieres poner hoy o si te apetece un yogur de postre?
Como vegetariana, esto le recordaba a cuando algunas personas de repente sienten una gran preocupación por la nutrición ajena -sólo en el caso de compartir mesa con una vegetariana- cuando -en su día a día- no suelen cuestionar sus propias dietas.
¿Por qué enfermamos de estreñimiento moral ante el derecho ajeno?
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