A pesar del murmullo, que a veces se sospechaba perpetuo, cuando las puertas del aula se abrían impulsadas por sus brazos, no sabía muy bien cómo, el silencio recorría el espacio. Casi como si fuera el viento. Pero no. Era ausencia de ruido.
Su andar reflejaba lo que, no sabía bien cómo, todo el mundo compartía aunque el profesor jamás lo hubiera verbalizado: venía de lejos. Entraba con energía, pero también con el aura de quien lleva a cuestas un tedioso camino.
Y, sobre todo, con el aspecto de quien no viene del sitio donde morábamos el resto. Al menos culturalmente. Digamos que, en cierto modo, parecía un extranjero.
Vivía en el campo. Como un ermitaño. Y sólo se acercaba a la ciudad para dar clase en la facultad. Del resto de su vida, poco más sabíamos.
No sabíamos tampoco cómo se había formado una especie de mito alrededor de la figura de aquel profesor. Sería por su actitud. Por su temple. Y, curiosamente, el murmullo también subrayaba lo del barro de sus zapatos.
En una sociedad en la que acertar con el modelo de calzado, el largo de la falda, el doblado del cuello o la correcta erradicación de las arrugas de la ropa se consideraban una forzosa pauta de supervivencia social. Él había conseguido erigirse como la excepción que nadie más podía aplicarse.
El barro de sus zapatos no se observaba como una falta de decoro, sino como una marca más de un personaje de aventuras. Cual cicatriz en la cara de un pirata. Da carácter y nadie la señalaría como se señalan y nos avergonzamos de otros tipos de cicatrices.
El debate sobre la diversidad de orígenes, identidades, sexualidades, creencias… no se aplicaba lo suficiente al aspecto ni en el ámbito académico ni en el laboral. La alumna envidió la fortuna del maestro.
¿Cómo habría logrado aquel ser que lo rechazado, al menos en su persona, fuera venerado? ¿Algún día el mundo superaría su mierda de obsesión por algo tan ordinario como que la ropa tenga arrugas?
Miró las plantas de sus zapatos. Lisas y sin historias que contar. Le parecieron aburridas. Suspiró. La clase comenzaba.
Cuando llego a casa tras pasar la tarde en la huerta, muchas veces traigo las zapatillas llenas de barro. Las dejo expuestas para que Iris, la gata con la que comparto piso, las huela e investigue. Le encanta. La ideal del barro, y una historia que me contaron, me ha inspirado este pequeño relato.
Por cierto, he hecho esta foto a las zapatillas y al titular el archivo de la foto he tecleado primero: “Zapatillas llenas de barrio”. La verdad es que el error es también muy sugerente y casi daría para otro relato.
Leave a Reply