Tadaima, tadaima. Como un suspiro. Suave. Me detengo a sentirlo. Siento en mis pulmones que me acerco. Me preparo. Como sentada en la butaca del teatro, parecido, antes de que corran el telón. El culo inquieto. Miro las siluetas de alrededor. Me concentro. Me acerco. En otras épocas, la llave, el cerrojo de la puerta, duelen. Volver a casa, pasar fuera. Peor que la soledad, la distancia, la violencia de la incomprensión. Alejarse de cerca. Convivencia a kilómetros. A gritos. A palos. Sin embargo, de eso apenas me sabe ya a nada. No me interesa. De hecho, he vuelto de eso. Eso era la calle. He regresado a casa. Porque… tadaima, tadaima! Ya estoy aquí. Y tú. Ya estás aquí. Siempre he pensado que los perros tienen una perfección que los seres humanos jamás podrán comparar: la del saludo, la de saber dar la bienvenida a casa. Mi perro. Oli. Aunque él volviera también contigo de la calle, a veces te saludaba al entrar, como si nunca hubiera salido. O como si se alegrara de que regresaras con él. La tecnología jamás podrá diseñar algo así. Siempre he querido aprender eso de ellos. Tanto. Y lo estoy practicando. Cada día, la ilusión del reencuentro. Los besos, las risas, los saltos, celebrar lo pequeño. Tadaima. Ya estoy en casa. Sea una casa, sea una acera, sea el cine, sea un parque. Ya estoy en casa. Esto es nuestra casa.
Okaeri.
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