el blog de los proyectos de Olga Berrios

Activismo, Bici, Momentos creativos

Déjame intentarlo

En la tierra del suelo, vi cómo varias sombras de cabezas me rodeaban. Acababa de sentarme siquiera. Sus voces sonaron. Juzgaron lo que hacía. Se anticipaban. De repente, dos pares de brazos extendidos. Como zombies. Ni siquiera se dirigieron correctamente hacia mí. Cuando me la arrebataron, incluso, se la quitaban entre ellos como si fuera un dulce.

– Dámela. Déjame la rueda.

disparejos mountain biking

Desde luego, intentar arreglar por mí misma un pinchazo en un albergue, rodeada de peregrinos y siendo mujer, quizá no había sido la mejor idea. Aunque me lo había parecido. El pinchazo de la mañana me había asignado una tarea para una tarde calurosa, no extremo, y sobre todo una tarde hueca de pueblo.

Yo no entendía nada bien aquella animosidad. Incluso me pregunté si debía de haberme escondido para poder trabajar tranquila, pero ese planteamiento me resultó triste y agotador.

Quizá estaba demasiado acostumbrada a la capital, a cómo las personas a tu alrededor, en su mayoría, te ignoran aunque lo que tengas entre manos para ti sea un tesoro o una actividad fantástica. Mi capa de invisibilidad no funcionaba en ese castillo. Allí donde, precisamente, las personas viajaban para no reprimirse, para vivir la excepción: podían librarse de la ceguera diaria, mirarse las unas a las otras, hablar con desconocidos y desconocidas, acercarse, mentirse, compartir la comida fría e improvisada, comprender sus olores corporales, dormir y roncar por montones, seducirse e incluso permitirse una amistad o un romance, fugaz o quizá un poco menos fugaz. En definitiva, recuperar la humanidad.

A Journey Through Light and ShadowMi cuerpo había parado en aquel albergue, pero no compartía su sendero. Simplemente coincidía con mi ruta. No es que no quisiera socializar. Pero me molestaba mundialmente que ni siquiera me hubieran consultado si necesitaba ayuda. Me arrebataban mi juguete dando por hecho… todo.

Eres mujer, no sabes, necesitas ayuda, vas a mirar a los que sabemos, deseas contacto, esperamos tu agradecimiento.

La albuerguera tomaba el sol sonriendo, lozana. Su voz sonó feliz:

– Qué bueno ser chica en El Camino, ¿verdad?

Yo la miré con gesto ceñudo. En busca de una migaja de comprensión. Pero la señora Carmen había vuelto a cerrar los ojos para concentrarse en su degustación solar. Seguro que no había madurado mucho aquella frase. Menuda sentencia de barra de bar. Poco más tarde, para mi sorpresa, cambiaría completamente de opinión.

Estupefacta, no supe cómo expresar que estaba dispuesta a charlar, pero que no necesitaba su ayuda. ¿Cómo hacerlo sin resultar desagradable? Ni siquiera me habían preguntado, me habían ordenado entregarles la rueda. Habían utilizado un imperativo: “Dame la rueda”. Me callé, tragándome una bola de disgusto.

Me pregunté si habrían acosado con tanto entusiasmo a un tipo con una rueda en la mano. Evité responderme, necesitaba respirar.

“Seguro que tenían buena intención, pero no te conocen: no saben lo que opinas de esas cosas”, interpretaría más tarde Flip. A mí ese tipo de buenas intenciones me sabían a desprecio, a insulto. Además se acumulaban porque, unos minutos antes, un alberguista con las manos a la cabeza, había exclamado: “Cómo una chica tan guapa como tú va sola cuando seguro que tiene un amigo o un novio que le acompañe”. Doble golpe: sexismo (no puedes viajar sola, ni quizá ni siquiera estar soltera) y heterosexismo (necesitas un hombre, no se me ocurre que te puedan gustar las mujeres). Quizá me faltaba una cocina y un mandil para estar completa. ¿Me estaba sobrepasando leyendo sexismo en cualquier gesto? Me sentía obsesiva.

Veinte años antes, a unos cientos de kilómetros de allí, también había pinchado otras ruedas. Mi bicicleta rosa. Nos habían dado a elegir a mi hermana y a mí entre la azul y la rosa, convencida la familia de que la elección sería otra. Sin embargo, yo aposté por todo lo contrario a lo esperado. Aunque el azul era mi color favorito, y lo continúa siendo, la bicicleta rosa era idéntica a la de mi prima y compañera leal. Elegirla, compartir exactamente el mismo modelo, dictaba claramente que estaríamos unidas para toda la eternidad. Quizá es un argumento que actualmente no comprendería mucho, pero entonces para mí contenía todo el sentido, justicia universal e incluso algo de necesidad imperiosa.

W.O.N.B.I.SMe asustaba pinchar, pero me lo había buscado. Había vuelto a explorar las zonas peligrosas, donde sabía por experiencia que las ruedas eran más vulnerables. Recorrido el “bosque”, una pequeña arboleda a las afueras de la aldea. Pero, en la mirada infantil, su dimensión era suficiente para considerarlo bosque. Volví empujando el manillar muy preocupada. La llanta parecía llorar en su roce lastimero, fofa la cubierta. Me entristecía el pensamiento de tener que restringir mi diminuto mundo para evitar los pinchazos. Por otro lado, me angustiaba la reacción de mi abuelo al informarle de que había vuelto a pinchar sólo 24 horas después del anterior pinchazo.

Aquellos veranos, cuando ocurría una desgracia así, porque en esa época ése era el suceso más terrible que podía imaginar, la rueda desaparecía con mi abuelo. Nunca supe en qué máquina misteriosa la introducía para devolvérmela como nueva. Jamás observé el proceso de resurrección. Me estaba vedado. O eso juzgué. Aunque estoy convencida de que me interesaba, ya que suponía un eje fundamental para mis negocios infantiles, tampoco se me ocurrió preguntar. Quizá a veces, si no te ofrecen un conocimiento, o una experiencia, das por hecho que no entra dentro del saco de tus reducidas posibilidades. Craso error.

Wild and free bike

Pocos años años más tarde, me sentí absolutamente imbécil en una asignatura del colegio: Pretecnología. No entendía nada. Me producía tanta angustia que, aunque realmente no sentía ningún interés real en aquello porque los experimentos no tenían lugar en mi vida cotidiana, me callaba una necesidad penosa de comprender qué sucedía en aquel aula.

En una ocasión, nos mandaron a casa con unas tablas, unos cables, quizá alguna pila. Solicité ayuda a mi progenitor. Él se marchó con todos los instrumentos, se encerró. Tras la puerta, se escucharon golpes y serradas. Me devolvió al poco el trabajo hecho con aspecto de nota. Yo le miré mortificada. Le había solicitado ayuda para aprender. En ningún caso mi intención era que me lo resolviera. Sin preguntar, quizá conducido por su propio entusiasmo ante aquel reto, había recibido el encargo y lo había disfrutado como un juego. No comprendía mi angustia anticipando que, al día siguiente, el profesor, levantando una ceja de sospecha, me interrogaría sobre el proceso de elaboración. “Profe -podría haberle contestado con ternura maternal-, mi padre lo hizo él solo con toda la ilusión del mundo y no supe cómo explicarle que yo quería aprender a hacerlo, no que me lo hiciera. Imagínese qué decepción le hubiera causado”.

De repente, mi voz hastiada salió impactando en el zombie, digo, al peregrino que disfrutaba manoseando mi rueda:

– ¿Vas a hacerlo todo tú solo…

La frase hubiera continuado… “o sólo te quedas con la parte divertida?”. Su mano, lastimera, desencantada, me devolvió el objeto. El jaleo a mi alrededor se disolvió.

Al poco, la alberguera lo descubrió: “Pero, ¿cómo?, ¡te han dejado sola!”. Contesté con voz clara. Con la intención de que, a mi alrededor, se comprendiera mi rechazo.

– Sí, han hecho la parte más divertida, la de desllantar, y se han marchado. De todas formas, no te preocupes. En realidad, aunque soy muy lenta, yo sé arreglar la rueda.

Spokes - Photo SketchTuvo que ser una amiga francesa, ni siquiera un profesor o alguien de mi familia, sino alguien de otro país incluso, quien me guiara a emprender aquel aprendizaje tratando yo directamente al enfermo. Sin inmiscuirse en mis torpes gestos. Observándome y dándome instrucciones con paciencia.

– Carmen, si no lo hago yo misma y lo practico de vez en cuando, nunca voy a aprender a hacerlo.

Me dio la razón y a continuación se escandalizó. “Qué machistas”. Reparé en la cantidad de veces que había montado anteriormente en bicicleta “sin protección”, de forma completamente temeraria. Aunque hiciera decenas de kilómetros y no tuviera formas sencillas de volver a casa en caso de avería. No llevaba ni una sola cámara de repuesto. ¿Para qué? No tenía ni idea de cómo se instalaba en el interior de la rueda. “Yo pensaba que todo era una parte, no sabía que la cámara, la cubierta y la llanta estaban separadas”, había confesado la alberguera al observarme trabajar.

Como señalaba Flip, los peregrinos zombies quizá no sospechan todas estas historias ocultas tras las ruedas de una bicicleta. Quizá no relacionan que su forma de ayudar es parte de ese tipo de machismo blando pero efectivo que nos juzga incapaces (lo seamos o no) y que, a muchas, nos parece haber condenado a la torpeza e ignorancia en ciertos campos. Que el sexismo no sólo tiene que ver con los golpes y los malos tratos, sino también con la enseñanza y el aprendizaje.

Y esto no sólo se encuadra dentro del sexismo, sino con nuestra capacidad de percibir y dar en la clave de lo que las otras personas necesitan. Y, en la escuela de las bicicletas, el aula de la cocina, el instituto de la música o la universidad del afecto o de cualquier otra asignatura… en muchos casos lo que es necesario es que la pupila o el pupilo toque, rompa, acaricie, se familiarice, sienta y maniobre con la materia a entender.

Aquella vez, con los nervios, con la tensión que yo misma genero y distribuyo, olvidé repasar la cubierta de la rueda en busca del arma homicida. A veces el pincho se queda incrustado y provoca nuevas bajas. Esto también lo sé por experiencia (por fin). Para evitar un nuevo pinchazo, tuve que volver a repetir todo el proceso. Pero lo hice feliz, con ganas, sin interrupciones. Y a mayor velocidad.

Así pues, yo intento recordarlo y recordármelo. Quedar en segundo plano cuando la o el educando debe ser protagonista. Y, a mi vez, reclamar un saber que necesito o deseo. Recordarle a las personas que quiero una y mil oportunidades. Que me dejen intentarlo.

Workshop - Travelling with a bike

 

Imágenes: olarte ollie, Tang Yau Hoong, Santropol Roulant, Joe Alterio, Cecilia Macaulay, Jeffery Turner

4 Comments

  1. La gente a veces tiene ciertas conductas sexistas sin darse demasiada cuenta (yo me incluyo y eso que soy un poco luchadora también). Pero ni son siempre malas ni una tiene por qué sentirse ofendida. Haberles dicho algo, o suelta una broma, no sé. No te tortures tanto, que esas cosas están cambiando 🙂

  2. Comment by post author

    Olga

    Ahí la cosa… me dejaron tan ojiplática que no fui rápida en responder. Nunca lo soy. Tú tienes más agilidad, pero yo me corto o me pongo borde.

    Tampoco me mortifico tanto. Me he quedado muy a gusto publicando esto para explicarme a mí misma lo que sentía. Y relacionarlo con el aprendizaje y con anécdotas personales tan pasadas me ha parecido interesante.

  3. En gran parte, cambian cuando las detectamos y hacemos algo para cambiarlas… Por un lado no tiene sentido “romperse la cabeza” con esto, pero es importante no dejarlo pasar, al menos no siempre. Me encantó este relato y reflexión.

  4. Comment by post author

    Olga

    Ésa que comentas era un poco la idea: detectar, visibilizar, analizar, relacionar… Gracias por tus palabras, Aleja.

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