“No soy feminista”, había dicho. En la Nothern line del metro de Londres. De repente volví a caer. Parecía todo igual. Pero en varios años sin vernos, no habíamos pasado por las mismas paradas. Como la Nothern, en Candem Town nos separamos para volver a vernos en Kennington. Distintas estaciones. Distintos pasajeros y pasajeras. Distintas ideas subterráneas. A veces vas sentada, otras levantada.
Tras mi trayecto, me parecía difícil que alguien tan cercana hiciera un comentario similar. “Ése es el fracaso del feminismo”, apuntaría luego Asun, compañera de vagón. Había perdido la batalla de las palabras. De las connotaciones. Ser feminista es una etiqueta. Una moda. Una actitud excluyente. Algo censurable.
“Pero para mí, feminista significa creer en los derechos de las mujeres. No es peyorativo”, había defendido yo, gimiendo interiormente. Más allá. Me costaba considerarme feminista. Porque parecía inmodestia. Tanto me habían tocado las historias de mujeres y hombres que habían peleado por esos derechos. Por eso que ahora parecía… insultante. “No me gustan esas etiquetas. Como la de vegetariana”.
Y ahora estaba ahí. Observándole ajustar los bultos a la bicicleta con los pulpos. Yo ya me había agujereado la mano y el pecho porque se me resbalaban en las manos. Casi me parecía volver a escuchar a mi hermano burlándose. ¡Manos mantequilla! Y ella les daba vueltas y vueltas. Forzándolos. Asfixiando el equipaje y las alforjas sobre el trasportín.
Las palabras debían ser como aquellos pulpos. Flexibles. Sujetarlas con fuerza. Dominarlas. Emplearlas para fijar las cosas en nuestros trayectos. ¿Por qué nos las andaban robando? ¿Por qué nos resbalan de las manos y nos explotan en el cuerpo? ¿Cómo habíamos dejado que ya no valieran para atar nuestras ideas?
Con mi vocación, me entró pavor. ¿A qué podría dedicarme sin las palabras? Vagaría. Sin duda. Pero ya no volvió a explotarme ningún pulpo. Me esforcé en asirlos adecuadamente. Y eso que andamos todos los días manipulando el equipaje. Tuvieron miles de oportunidades. Desmontábamos. Montábamos. Un día aquí. Mañana treinta kilómetros más allá, al Este. Nómadas. Durante dos semanas. Pero no me sentía tan extraviada como me imaginaba sin palabras. Encontraba a aquel viaje demasiados significados. Tantos nombres, tantos títulos por fijar en un diccionario personal.
Imaginarse en el mapa y en el mundo constituía otro tipo de semántica. Cruzábamos aquel valle. Toda la isla por delante. Sabía que ella superaría mi ritmo. Y eso que era su primera experiencia. Así era ella. Exigente. Más hábil. Más dura. Se prohibía estrictamente dejarse intimidar. Hablaba incluso de reventar. Y a mí todo eso me sonaba remoto. Mi disciplina era distinta. Yo me dedicaba a contemplar. Transitar e imaginar. Sudar sin agonizar.
Tras la carretera que nos alejaba del aeropuerto buscábamos la iglesia que indicaba el mapa. Era la referencia para tomar el camino del norte. Evitando el tráfico. Pasando un colegio volvimos a ascender. Luego la bajada. Ya se intuía el cruce.
Me sentía invadida por el paisaje. Adivinaba las coincidencias con el mapa. No le buscaba explicación. Simplemente sentía. Perdernos. Localizar la ruta. Identificar accidentes y tramos. Transportarse. Contemplar el camino realizado. Seguir pedaleando. Un auténtico vicio.
Nos adentramos en la zona de La Corte. Volvimos a girar a la derecha tras las casas. Retomamos el rumbo. Un largo ascenso. El primero importante. Un nuevo valle. Más adelante, la carretera besará la ladera izquierda. Para girar y encontrarse con otras vías. El polígono industrial. El puerto. La ciudad.
Dos días más tarde, su intuición entró en el primer bar de Lu Bagnu. Tan crudo, tan blanco que a primera vista la razón habría decicido que ofrecería poca variedad dietética. Pollo frito o cualquier otro plato sencillo cocinado en grandes cantidades. Nos informamos para regresar más tarde. El panini de melanzane había sido nuestra mejor opción.
La encargada abrió la puerta de la larga habitación. El albergue juvenil. Tras una hilera de camas y literas blancas, sencillas, al fondo, marcando el punto de fuga, se encontraba ella. Carola asomó sus ojos entre papeles, flequillo y los critales de las gafas. Me encandiló la imagen. Ahí podría empezar cualquier relato.
Magia. Poco más tarde, cenábamos Dora, Carola la alemana y yo acompañadas por Antonello, el dueño del local, y sus amistades. Antonello conversaba plácidamente con Carola. Resultó que había emigrado cuatro años. Dora reía en italiano con Agnese, Nino, Lino y Salvatore. Yo hacía esfuerzos. A ratos intervenía. Me alegraba poder chapurrear inglés con Carola. Así no pasaría una noche lost in translation.
Higos con queso. Melón. Hizo aparición el vino. Botellas y botellas. Salvatore no dejaba de presentarnos el vino de sus campos. El viaje, el dialecto, la historia reciente de Cerdeña, la industria, el turismo, el aceite de oliva. Virgen extra. Hasta que alguien canturreó. “Bésame, bésame mucho”. “Cucurrucucú, paloma”. Julio Iglesias. Salvatore sonaba guiñando un ojo, elevando sus labios al cielo. Nino traducía y comentaba la jugada. Nosotras correspondíamos a base de melenchones, himnos, coplas y quizá Ismael Serrano. “Mi vida empezó aquel día, en la inauguración de un polideportivo”. Y yo intentando acordarme del nombre de Joan Baez.
Desde luego, en esa cena parecíamos estar descorchando la botella de un viaje que se presentía realmente especial. Supongo que comentaban alguna sentida balada. “El amor se siente realmente cuando sufres por él, cuando te da miedo perderlo”, asentían Dora y Nino. Agnese y yo nos miramos. Reaccionábamos ante aquella cantinela. “Creo que hay que ser suficientemente inteligente para apreciar el amor antes de perderlo”.
Sacrificio. Sufrimiento. Eran otras palabras que ella valoraba. Habituales. Yo las discutía. “No tienes que sufrir para disfrutar. Esa es una sentencia demasiado judeocristiana”, lamentaba. Ella sacudía la cabeza. ¿Me estaba robando la religión esas palabras? Quizá hablábamos de lo mismo, con diferente vocabulario. No. Yo no entendía el dolor como paso hacia el amor. Podría ir unido en momentos, pero no elevaba antesala ni condición.
Revolvía la discusión sobre las palabras, las etiquetas. Aquella habitación roja. El mantel, la pared. Todo inundado por el color. Para mí, en la batalla de las palabras, los fauvistas habían aportado inteligencia. Alguien les había llamado así por abusar de tonos ruidosos. Al final habían devuelto el insulto como lema, como título, como propio. Lo fauve era estudiado, expuesto.
También la gente queer ha sabido guerrear con las connotaciones. Gay, bollo, mariquita. Penden de nuestras bocas sin ofender. Las palabras hay que domarlas. Aunque otros y otras las escupan. No podemos dejar de apoderarnos de ellas. Porque es como la magia. Si las tenemos, si sabemos el conjuro, el dragón de la idea, el viento de lo que sentimos sí que aparecerá. Sin las palabras, o cualquier otra suma de significante y significado, nos sabemos débiles, tan frágiles.
Las palabras no son etiquetas. Hasta que las usas como tal. Hasta que defines a una persona con una única palabra. Sea con intención perversa o no. La lesbiana. La vegetariana. La feminista. Master status. Pero las palabras no son etiquetas hasta que las usas como tal. No las rechaces. Como Henri Matisse no dudó en usar el rojo donde le pareció.
Y sin embargo nos tienen a raya. Lo están consiguiendo. Robando palabras, robando caminos. Igual que pasa con las carreteras con esos enormes y ruidosos trailers. Asustan a cualquier bici. A cualquier peatón. Tienes que montarte en sus mismos significantes para encontrar tu destino, tu significado. Y yo me debatía con eso. Soñábamos con grandes arcenes en nuestro camino. Y eso me parecía conformista. Protestaba. “Pero es normal que una gran ciudad como Madrid tenga esos accesos, hay que mejorar el tránsito”. Y todo eso me sonaba a justificación. En mi mente, la misma frase resonaba con interrogantes. ¿Es normal? ¿Es normal que no se pueda ir caminando a cualquier parte? ¿Es normal que puedas quedar enjaulada entre grandes autovías, como un conejo o un ciervo? Como una humana.
Fabrican el miedo. Demonizan sustantivos. Se burlan de los adjetivos. Construyen autoritarias autopistas. Nos empobrecen la conversación sin que nos demos cuenta. No apreciamos los matices. Se tachan acepciones. Se imponen connotaciones. Simplifican. No argumentan, imponen explicaciones estándar. Incuestionables.
La carretera es la carretera. Es para los coches. Las bicicletas no son para las aceras. Tampoco para las carreteras. El feminismo es grotesco. No hay memoria para sus logros. El vegetarianismo es extremista. No hay mayor matiz. Del aeropuerto sólo se puede salir en coche. Nunca pedaleando ni caminando. Las palabras se pueden robar. Son de usar y tirar. No se pueden reciclar.
Pero aún me asoma la idea. Late. Los pulpos de las bicis. Sigo teniendo dos. Uno rojo y otro azul más largo. Se me antojan provocadores. Insurgentes. Flexibles, capaces. Se parecen demasiado a las carreteras y a las palabras. A las de verdad. Me gustan. Por algo así de leve, se intuye una pequeña revolución. Ahora me siento fortalecida. Murmuro algo así como un conjuro. Sonrío y sigo pedaleando. Siempre hacia el Este.
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