Paul Lhote era un distinguido caballero al que la “sociedad” vio siempre como un nuevo rico excéntrico. Yo, siempre que le veía, no podía dejar de exclamar suspirando: “¡oh, pobre y viejo Lhote!”, y no es porque Lhote tuviera mucha edad, sino porque con su triste figura me recordó siempre a un anticuado romántico, de esos que ya pasaron de moda.
¡Ay, pobre y viejo Lhote! Caprichoso, como un niño en una juguetería. Melancólico, como un poeta lejos de su tierra.
En las reuniones de la sociedad, cuando algo le rondaba la cabeza, permanecía mudo y reservado. Sin embargo, por muy ocultos que tuviera sus pensamientos, las señoras siempre atentas a todos los problemas –menos a los suyos propios- descubrían con esa intuición femenina, con esa sensibilidad para estas cosas, que el pobre Lhote se había enamorado.
Y las señoras de la sociedad tenían por sana costumbre jugar a adivinar cuál era el nuevo capricho del antojadizo y sensiblero señor. El juego comenzaba cuando lo veían cruzar las estancias del salón de reuniones. Entonces, comenzaban a cavilar entre ellas, siguiendo todos sus movimientos. Cada gesto inseguro, cada mirada suplicante, cada tímida palabra les revelaba fácilmente el misterio. Entre las señoras, Madame Charpentier se enorgullecía de haber descubierto más romances en los ojos de Lhote que todas las demás.
Los sentimientos de Monsieur Lhote siempre me habían parecido ridículos e indigestos, porque a mi juicio Lhote no quería más que seguir siendo un adolescente. Y con sus años no me parecía muy ideal que continuara enamorándose de cualquier mujer cada semana. Sin embargo, hubo un lluvioso día en que decidí dibujarlo y ayudarle un poco. No me pidas un motivo, ¿qué artista no se ha dejado llevar alguna vez por un impulso?
La reunión de la sociedad de aquel sábado había comenzado poco animada. No había mucho de lo que reír y las señoras se concentraban en la melodía. La música clásica viajaba molesta y sin alegría a través de la gran estancia, desde la posición de la reducida orquesta hasta el extremo del salón, pared flanqueada por numerosas cristaleras que conducían a las terrazas.
Aquella estancia era el antiguo salón de bailes, habilitado ahora para las reuniones de la sociedad. La sala proporcionaba un ambiente cálido, con paredes salmón y grandes cortinas ribeteadas del mismo tono. Y las notas abrigaban a los parlanchines miembros de la sociedad. Mesas ovales grandes, con sus correspondientes faldones, se repartían en círculo por toda la sala. Así que, desde el techo, podrían parecer un gran collar bermellón. Rodeándolas, en lujosas sillas y sillones oro y terciopelo, se agrupaban los vecinos del distrito opulento del París de 1880.
Suzanne Valadon, la carabina de las hijas de Madame Charpentier, se mantenía distanciada, echada en un sillón orientado hacia el ventanal y adormecida por el concierto que sólo escuchaba ella. Si bien debería estar cuidando de que las niñas de su señora no molestaran a la señora en su trascendental plática. Mientras, Marie y Clementine jugaban frente a Suzanne con sus aros y vivían indiferentes a lo que se cociera en la sociedad.
La mayor, Marie, se parecería mucho a su madre en cuanto a aspecto y mentalidad. Las dos Charpentier lucían una inmensa y eternamente enredada cabellera rojiza y presumían de su pálida tez. Pero odiaban sus oscuras y pobladas cejas que siempre intentaban disimular bajo rizados flequillos. Gustaban de vestir caro terciopelo, camisas y guantes de encaje y botines altos. Todo ello engalanado con inmensos y horribles floripondios, naturales o de tela. Además, Marie imitaba al detalle todos los meneos, posturas y expresiones de la señora, soñando siempre con llegar a ser una señora tan popular y reputada como Madame Charpentier.
En contraste con esta pareja de calabazas relamidas, la pequeña, a la que llamaban Clémentine, era completamente rubia, casi albina. Y la pobre, sin desearlo, sembraba las envidias en las mujeres por su chata nariz, sus cejas finas y claras y sus cabellos ondulados. Para sumar diferencias, digamos que Clémentine detestaba calzar charol y exhibir sombreros… ¡y aquellos malditos guantes! Por eso, su hermana Marie solía hacer de su madre, pavoneándose y regañándola en cuanto la veía desprenderse de los preciados complementos que tanta distinción daban a una señorita.
Observadas por Suzanne, la carabina, las niñas discutían:
– Vuelve a ponerte ese guante –exclamó con altivez Marie.
– ¡No! –replicaba la enana. Y volvía a repetir una y otra vez tozudamente:- ¡No! ¡Me molesta para jugar al aro!
Alterada por el grotesco comportamiento de su hermana, Marie acudió a Suzanne en busca de ayuda:
– Suzanne, anda, dile a Marie que debe ponerse el guante.
La institutriz miró tiernamente a los diminutos ojos de la cría, que no pasaba de los cinco años, y que era tan diferente a las engreídas de su hermana y su madre.
Hazle caso a tu hermana, Clémentine –asintió Suzanne, aunque la joven comprendía y se identificaba con la rebelde niña. En cierto modo, aquella traviesa le recordaba a la pequeña Suzanne de su infancia.
Porque, Clémentine no soñaba con la riqueza, como lo hacían las demás charlatanas de la sociedad, y esto coincidía con los borrosos sueños que ella tenía. No quería ostentar ni llamar la atención, era demasiado tímida para eso. Sólo disfrutaba de sus encuentros con la naturaleza. Así era la humilde sirvienta, que no aspiraba a nada más en la vida y nunca sintió envidia ni humillación por parte de sus señores.
Paul Lhote atravesó el portón abierto de la sala en aquel hastiado sábado. Su caminar era más pausado y soñoliento que nunca. Su mirada y cabeza inclinadas se dirigían hacia más allá del suelo, parecían haber perdido de vista su alma hundida tras los brillantes baldosines. Tal era la profundidad y lejanía de su ensimismamiento que las señoras, por más que lo intentaron, fueron incapaces de averiguar cuál era su nueva preocupación.
Cruzó el caballero la sala, sin percatarse de que era la comidilla de la sociedad, y fue a dar con su cuerpo en un sillón solitario. Y allí dejó pasar el resto de la tarde, sin que las detectives pudieran averiguar nada.
¡Viejo y pobre Lhote! Con su enigmática entrada en escena había convertido a su costa la hastiada tarde de aquel sábado en el interesante primer capítulo de su nuevo capricho. Y la inquietante novedad era que ninguno de sus saludos o diálogos habían exteriorizado el origen de su desconsuelo.
– ¡Devuélveme mi aro! –exigió la incorregible Clémentine a su rígida hermana. La pequeña brincaba intentando inútilmente alcanzar el juguete que Marie mantenía alzado sobre ella con el brazo extendido hacia el cielo.
– Si lo quieres vuelve a ponerte el guante o… –las estúpidas regañinas de Marie sobre la pequeña invariablemente acaban como, después de cinco minutos, acabó la de ese día.
La pequeña escandalosa comenzó pataleando con tanta furia en el suelo; y continuó llorando enrabietada como cualquier niña de su edad que no consigue lo que propone. El ruido que armaban turbó a Suzanne, que logró despertar de su estado de letargo musical y de evocación de su infancia. Se levantó e intentó poner orden. Pero ya era demasiado tarde. El escándalo ya había interrumpido la charla de las señoras y Madame Charpentier se acercaba enojada por la insólita perturbación de su conferencia.
– ¿Qué ocurre aquí? –inquirió horrorizada ante el desvergonzado comportamiento de la infantil damisela.
Suzanne, Marie y Clémentine abrieron al unísono la boca para dar sus explicaciones. Pero, antes de que pudieran inventar su versión, con todo de adulto responsable y sin perder la calma, Madame Charpentier ya habiá decidido que era el momento oportuno para volver a casa y dejar de ofrecer un espectáculo tan nefasto.
Así que, la hermana mayor no pudo demostrar que su comportamiento había sido del todo ejemplar y marchó tan disgustada como su hermana pequeña.
Suzanne las siguió de lejos, porque se había entretenido en recoger la sombrerera de la señora, y corrió para atravesar la estancia y unirse al grupo.
Lhote continuaba cabizbajo y postrado en su sillón, abandonado en su interior laberinto. Alzó los ojos al cielo como para suplicar y en el movimiento la afligida mirada de Paul Lhote descubrió la mirada de una muchacha que se apresuraba por alcanzar a su señora.
Se levantó de un salto, como resucitado de su terrible muerte, y siguió al grupo a la salida del casino. Y aquella reacción fue inexplicable para las señoras que se habían distraído y no habían contemplado la escena.
Cuando él llegó a la puerta, las señoras ya habían bajado la escalera del edificio y cruzaban la plaza. Lothe pensó como loco cómo podía acercarse a una sirvienta para hablarle sin llamar la atención. El pobre contemplaba horrorizado cómo su amada se alejaba apresuradamente, siguiendo a las enojadas niñas y a la incrédula madre. Lhote se dio por vencido y volvió a hacer ese gesto tan típico suyo: mirar al cielo suplicante. Observando los grises nubarrones del cielo, Lhote deseó que comenzara a diluviar para poder ofrecer su paraguas a Suzanne.
Esta escena me pareció tan ridículamente novelesca, y el pobre Lothe me daba tanta lástima, que deseé pintarla sobre mi lienzo. Pero, me detuve. Aquella historia tenía un final triste, por muy graciosa que me pareciera a mí. Quería intentar aliviar la tragedia de Lhote.
Por eso hice que el deseo de Paul Lhote se cumpliera. En la parte superior del lienzo dejé que los colores se humedeciesen, aplicando con el pincel algo de agua. Empezó a llover.
Los cenicientos nubarrones de otoño comenzaron a dejar caer su carga sobre los transeúntes. En un santiamén, la avenida se pobló de setas de azul marino muy oscuro. Los paraguas poblaban el paseo. La gente empezó a acelerar el paso para alcanzar su destino y refugiarse así de la lluvia.
Los caballeros, de bombín y abrigo corto, ofrecían sus paraguas a las señoras imprudentes que habían salido de su casa sin protección.
Madame Charpentier abrió su paraguas y las niñas acudieron a refugiarse como pollitos bajo las alas de su madre. La sorpresa de la lluvia les hizo olvidar su enfado, porque las mentes infantiles no conservan tanto el rencor como las adultas, y era muy entretenido para las niñas avanzar tres personas bajo el mismo paraguas.
Paul Lhote se acercó a Suzanne Valadon, que iba desprovista de paraguas y abrigo. Con timidez pero muy amablemente, Lothe le ofreció el suyo. Pero, para su desdicha, Suzanne Valadon averiguó sus intenciones y se giró para no caer en el abismo de su mirada contestándole sencillamente:
– Muchas gracias, Monsieur Lhote, pero me gusta sentir la lluvia caer.
Este es el cuadro “Los paraguas”, de Renoir. ¿Qué ves?
Azul. Paraguas azules, vestidos azules. Ha comenzado a llover y la gente del fondo se apresura por llegar a sus cálidos hogares. Las protagonistas del cuadro me miran. Hay cinco personajes en primera plana, pero sólo dos de ellos destacan. Dos niñas y su madre avanzan por la calle. La madre mira tiernamente a la pequeña. La hermana mayor también mira a la pequeña. Y la pequeña me mira a mí, cómplice y divertida. Un señor de labios y ojos tristes mira a una muchacha joven, que le rechaza. Ella me mira a mí como suplicando abatida, soñolienta y nostálgica.
Jaén. Octubre de 2000
Paul M.
pues si que eras modernista con 17 anhos!
me quitaria el sombrero si lo tuviera (una de las pocas desventajas de no vivir en los tiempos del cuadro 😉 ).
en cuanto a los sentimientos otonhales de lothe… estamos en junio!!!!
un abrazo,