Esto pertenece a una novela titulada “Cómo no contar una historia”. La redacté hace años, ignoro cuándo exactamente, y tiene más de 50 páginas.
Seguí un método particular de escritura: diseñé cartas con personajes, situaciones, verbos y otros elementos. Barajaba, escogía y relataba conforme al resultado al azar que surgiera.
Está abocetado, nunca llegué a arreglarlo.
– ¿Eres Yina?
Yina alzó la cabeza y encontró a su lado, en el banco, a una persona encapuchada.
– Claro. Nadie más, que yo sepa, tiene su oficina en el banco del parque.
– Me han hablado de ti. Sé que no eres la mejor, pero sí la más barata.
– ¿Gracias?
Ambas se miraron y la persona se retiró la capucha, descubriendo a una mujer seria, mayor que ella, con el pelo peinado hacia un lado y un aire melancólico:
– ¿Buscarías a una amiga?
Pasó un ángel mientras se miraban. Yina no pudo sostener aún más la mirada. Se levantó ruborizada y dijo que su especialidad era la de buscar madres.
La chica misteriosa se sopló el flequillo. Acto seguido, el pelo volvió a taparle parte de la cara.
– Lo entiendo.
La cliente se levantó de la improvisada oficina dispuesta a marcharse.
– ¿Tu amiga no tiene hijos? -se apresuró Yina.
– No.
– ¿Y un perro?
– Tampoco.
– ¿Y gato?
– Menos aún.
– Pero su casa tendrá cucarachas, ¿verdad?
La chica se volvió con una ligera sonrisa en los labios. Entendiendo el juego, contestó:
– Sí, es posible que tenga alguna cucaracha.
– Pues no puedo permitir -sentenció Yina levantándose solemnemente y poniendo los brazos en jarras- que esos insectos se queden sin su madre adoptiva.
Carla se giró y le llamó con la mano:
– Sígueme.
Ilustración: niña/o sin identificar, subida a la cuenta de Maureen Crosbie.
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